Después de tanto tiempo de haber estado en su casa, por fin Memín regresaba a la escuela. El nunca entendió por qué no pudo ir a la escuela antes. Pero ahora estaba de lo más contento. Se paró, se lavó, se vistió y se desayunó sin que doña Carmen le dijera absolutamente nada.
¡Que feliz se sentía! Pues sabía que la escuela era el lugar más bonito del mundo. Para él, la escuela era donde conocía amigos, aprendía cosas interesantes de los maestros, se divertía y disfrutaba. Así que le pedía a su mamá que por favor se apurara. Que no quería llegar tarde este primer día de clases.
Doña Carmen le decía que no se preocupara, que la escuela no se iba a ir. Pero nada podía convencer a Memín. Así que Memín se salió con la suya. Y juntos emprendieron su camino hacia la escuela. Memín iba muy contento de la mano de doña Carmen. Y ella iba muy orgullosa de su pequeño ratoncito.
¡Pero qué viento tan frío hacía esa mañana! ¡Qué lugar tan distinto este, al que Memín conocía! Hacía tan poco tiempo que Memín había salido de su pequeño pueblito. ¡Hacía tan solo unas semanas que corría como el viento! ¡Que trepaba a los árboles! ¡Que jugaba en su escuelita¡ !Que cantaba con sus amigos!
Y ahora estaba camino de nuevo a la escuela... y el viento seguía soplando cada vez más frío. A medida que se iban acercando a la escuela. Memín veía muchos ratoncitos; unos grises, otros blancos. El les sonrió pero ellos lo ignoraron. Memín no se preocupó y siguió adelante. Al dar la vuelta en una esquina, se quedó maravillado de lo que vió.
La escuela más bonita que jamás había visto, aparecía ante sus ojitos. Qué gran gusto le dió al ver un edificio tan grande, tan limpio; con tantos ratoncitos corriendo de un lado para otro. ¡Qué ganas de correr le dieron a Memín! Pero doña Carmen le apretó la mano para que no tratara de hacerlo.
En cuanto llegaron, pasaron por la oficina. Ahí tramitaron todo el papeleo. Memín no lograba entender lo que los demás decían y esto le procupaba. Todos hablaban un idioma distinto. Un idioma que Memín nunca antes había oido. En ese momento empezó a sentir un poco de miedo y apretó la mano de su mamá.
Memín pensó que después de todo. La escuela no era tan buena idea. El pensaba que esta escuela era extraña. Aquí los demás ratones lo veían en una forma medio rara. El se sintió más y más asustado. Cuando se dio cuenta de que su mamá se disponía partir, Memín sintió que la tierra se abría y se lo tragaba.
Apretó con todas sus fuerzas la mano de doña Carmen. Ella dulcemente le dijo que no se preocupara, que todo iba a salir bien. Que al terminar la escuela, ella lo estaría esperando en la puerta. Pero nada convencía al pobre de Memín. ¡Estaba terriblemente asustado! Todo parecía tan diferente a lo que él estaba acostumbrado.
Cuando su mamá partió, le dieron ganas de llorar. Pero alguien lo tomó de la mano y lo llevó por los pasillos. Se pararon frente al salón 211. ¡La puerta se abrió y salió un maestro con cara de gato! ¡Memín, quería gritar... quería correr... quería llorar! Pero no pudo, se quedó paralizado de terror.
Memín no entendía lo que el maesto decía. Cuando le asignaron su asiento, se quedó muy triste. ¡Pensaba en su escuelita! ¡Pensaba cuando corría como el viento! ¡Cuando trepaba los árboles! ¡Cuando cantaba con sus amiguitos! Y ahora, no entendía nada. No tenía amigos. No sabía qué hacer. ¡Qué triste y solo se sentía!
Pasaban los segundos. Pasaban los minutos. Pasaban las horas y las medias horas también. Memín por primera vez en su vida, creía que la escuela no era el lugar apropiado para él. Quizo tomar agua y no supo qué decir. Tenía miedo... tenía frío... tenía hambre. ¡Y no sabía qué decir!
El maestro escribía, hablaba y reía. Y sin embargo, Memín, nada entendía. El maestro decía, platicaba y preguntaba . Y Memín... nada entendía. Los demás ratoncitos platicaban, reían, escribían. Y Memín... nada comprendía. Los otros leían, preguntaban, respondían. ¡Y el pobre de Memín... nada podía!
Y pasaban más segundos. Más minutos. Más horas y más medias horas. Y Memín seguía pensando que la escuela no era el lugar apropiado para él. ¡Definitivamente, la escuela, no era para él! Los otros ratoncitos platicaban, reían, escribían. Y Memín... sólo los veía. Los otros leían. ¡Y Memín... sólo se veía!
De repente, el maestro con cara de gato se acercó al asustado de Memín. ¡Memín abrió sus ojitos y por más que paró sus orejitas, nada entendió! El "Mister" lo tomó de la mano y lo llevó hasta otro salón. ¡Memín quería correr... quería gritar... quería entender! Y cuando estaba a punto de llorar. La puerta de otro salón se abrió.
Esta vez una maestra con cara de angel apareció. Esto a Memín no le importó. Algo le dijo el "Mister" con cara de gato a la "Miss". Y éste se fué. Memín se quedó y empezó a sollozar. ¿Qué pasaba? ¿Qué había hecho? ¿Dónde estaba su escuelita? ¿Sus amigos? ¿Su mamá? ¿Dónde se encontraba él?
La maestra con cara de angel dijo algo. Memín estaba tan desconsolado que no entendió. Miss Sirual algo repitió. Y esta vez Memín sus ojitos abrió, sus orejitas paró y sus bigotitos estiró. Por primera vez desde que su mamita lo dejó. Lograba entender a los maestros. Su corazoncito palpitó y su carita se alegró.
Pasaban los segundos. Pasaban los minutos. Pasaban las horas y las medias horas también. Pero esta vez, ¡ Memín creía de nuevo en la escuela! Miss Sirual escribía, hablaba y reía. Y esta vez. Memín... sí entendía. Los demás ratoncitos platicaban, reían, escribían. Y esta vez. ¡ Memín... todo comprendía!
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Septiembre de 1996